Cultura

Edición 86 de la Revista Literaria Crisol

El antiguo baúl   En fragmento) Por: Adán Peralta*   José Elías entró en la habitación y violentó la calma allí congelada....

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El antiguo baúl

 

En fragmento) Por: Adán Peralta*

 

José Elías entró en la habitación y violentó la calma allí congelada.

Su cuerpo estaba invadido de pavor. Abrió la ventana para que un chorro de luz y aire entraran al cuarto. Con los ojos escrutadores recorrió todos los rincones del lugar. Miró el perchero con la colección de boinas. Tomó posesión del lugar. Ahí estaba también la soledad reposando en la cama donde el tío fallecido descansaba y edificaba sus sueños. A un lado, la mecedora donde solía leer y, enseguida, una mesita con el último libro recién cerrado: Otra vuelta de tuerca, de Henry James. Abrió el texto en las páginas donde estaba el separador y le llamó la atención la frase subrayada: «Cuantas más vueltas le doy más cosas comprendo, y cuantas más cosas comprendo más miedo me da». Encima de una rústica mesa estaba el enigmático baúl de madera que había heredado del Tío Pepe. Era un objeto que acusaba el paso del tiempo, muy parecido a los que usaban los antiguos marineros. Ya antes lo había observado con cierto aire de misterio, cuando su dueño lo abría a solas en un acto ceremonial. Él lo había espiado algunas veces. Dio unos pasos más. Se acercó con lentitud al viejo baúl. Se imaginó cosas extrañas y valiosas dentro de él. Sacó de su bolsillo la llave heredada. Trató de hacer el menor ruido al introducirla. Lo hizo con parsimonia, con el mismo ritual que había observado en su tío. El mecanismo cedió y él levantó con lentitud la tapa. Un vaho salió de su interior y se regó por el cuarto, mezclándose con el frío de la noche. Como autómata, empezó a remover los objetos que allí dormían. Sus ojos contemplaron con asombro lo encontrado: un sobre sellado; una camisa roja y un pantalón del mismo color; una pequeña caja con cinco tizas, también de color rojo; cinco velas rojas, un espejo redondo, aún metido en su estuche protector; un reloj de pared, varios mini cuentos, todos plastificados.  Muchos libros: la mayoría del escritor Stephen King. Revisó el resto del baúl y se decepcionó al instante. Nada de gran valor encontró. No había oro, tampoco billetes, y mucho menos, una tarjeta de banco. Solo veía cosas acomodadas de manera cuidadosa. Murmurando en silencio. Entonces empezó a percibir que de ellas se desprendían imágenes humeantes que estaban más allá de su corporeidad. Una fuerza extraña había en cada cosa celosamente guardada. Se estremeció. Un viento aún más frío se coló por la ventana y heló sus pies. Centró su atención en el sobre que contenía una carta destinada a él. La tomó entre sus manos y empezó a desdoblarla; estaba ansioso por conocer su contenido. Quizás en ella sí había indicaciones del lugar donde estarían las cosas de valor. Se dispuso a leerla. José Elías vivía en la casa que fuera de sus abuelos. En ella también residía el Tío Pepe y otros familiares. Con él experimentaba un encanto enigmático que atravesaba las fronteras de la sangre. Una serena naturaleza cósmica los unía. Habían consolidado una armoniosa relación cimentada en largas conversaciones, en las que el pensionado tío hablaba con una confortable seguridad, y el sobrino escuchaba con fascinación. Era su tocayo, puesto que lo habían bautizado con su mismo nombre. Muchos en la familia le decían Pepe Segundo. Siempre le recordaban su parecido físico y sus ademanes. «Es idéntico al Tío Pepe, cuando este era joven», solían decirle con frecuencia. Pero el Tío Pepe era calvo y bajito. Él sería más alto, aún crecería un poco más, creía él. «¿Qué tanto es lo que nos parecemos?», se interrogaba para sí mismo. «Tienen en el rostro ese mismo aire», decía la tía Alcira. «Tienen un no sé qué, que no sé qué, que los hace ver iguales», comentaba el tío Cornelio. Su padre era menos explícito, pero más contundente cuando él le preguntaba sobre el particular: «Te pareces a tu tío Pepe … y punto..

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