En memoria de los compañeros fallecidos en la universidad del Atlántico.
Es increíble que aún no superamos el gran tabú de la muerte, más aún si es de la propia. De niño, en mi casa cualquier alusión a que mi vida u otra tendría su fin, como todas, era considerada una blasfemia. Tan solo con mencionar el tema era merecedor de ser reprendido, porque como dicen, las palabras tienen poder. Pero cuánto nos han limitado nuestras supersticiones, sobre todo esta, y hay que ver a causa de esto nuestro pavor al avistamiento de la muerte. De por sí suficientes incertidumbres tenemos que enfrentar sobre este tema del que sabemos poco y nada, como para que se nos pida ignorarlo como si no fuera ley universal.
No se trata de llevar la muerte en la mano y tener que pensarla minuto a minuto, sino de aceptarla con gusto, como condición innegociable de la vida. No podemos reprimir nuestro fin, pero podemos aceptarlo, no temerle sino respetarle, no censurarlo sino discutirlo abiertamente, como se habla de política o cualquier otro tema orgánico. La causa en sí es no rehuir de lo inevitable, no tanto por dignidad o estoicismo, sino por salvaguardar la salud mental de quien la muerte representa una tentación, pero que no lo discute con nadie por temor a ser juzgado. Esta retención de pensamiento, consecuencia de un prejuicio social, conlleva a la soledad más inhóspita, y nos recuerda implícitamente: el que se quiera morir, que lo haga en silencio.
¿Es tan imposible normalizar este tema prohibido?, se comprende la dificultad de esta empresa, puesto que supone hacer frente al mayor miedo de la humanidad, lo desconocido. El hecho de que el hombre considere la muerte como la mayor de las desgracias posibles, lo condena a la sumisión ante esta, ¿pero por qué tanto drama?, ¿a qué se le teme realmente? Hasta aquí es imprescindible aclarar el poder del instinto humano, nuestra conciencia de la muerte nos intranquiliza porque revela lo poco que sabemos de nuestro propio destino; hay que saber que no se le teme a la oscuridad en sí, sino a la imposibilidad de saber lo que tras ella puede esconderse, no adivinar ni prepararse para aquello que nos amenaza en silencio. Temores aclarados, lo que no podemos controlar, prever, prevenir, todo aquello es la muerte.
Pero saber esto no es saber mucho todavía, sin embargo, es lo máximo que se puede saber a ciencia cierta, todo lo demás se resume en especulaciones. Fijada nuestra impotencia hay que saber qué cartas están en nuestras manos para ser jugadas: la aceptación. No podemos hacer más que esperar la muerte, pero cómo hacerlo condena nuestras vidas, cómo afrontamos la verdad hace la diferencia entre sufrirla y aprovecharla. Podemos callarla como se ha venido haciendo a lo largo y ancho de la historia, y seguir padeciendo nuestro miedo. O abrirla, como una flor que espera ser aflorada para enseñar lo que tiene oculto, y naturalizarla tan bien en el transcurrir cotidiano que su llegada solo sea un paso más, decisivo, pero no aterrorizante, de nuestras vidas.
A consecuencia de no entender que el pensamiento suicida no es anormal en el hombre nos ha costado muchos suicidios prevenibles, vidas a costa de juzgamientos erróneos por parte de la sociedad, que mira al suicida como un enfermo o descarriado. Nos cuesta comprender, por viejos principios, que el pensamiento de la muerte voluntaria es normal en la medida en que somos seres racionales y emocionales que muchas veces no hallan más que un mundo irracional y cruel. Ahora bien, importante aquí es no confundir los conceptos, no es esta una invitación al suicidio, sino una invitación a la normalización del tema, a romper con nuestros preceptos y comunicar esto que atenta contra nosotros día a día, y proteger de la soledad a los suicidas que terminan sucumbiendo a sus ideas por falta de apoyo. Quitarnos el pudor y aceptar que todos, o la mayoría, alguna vez pensamos en el suicidio, y debatirlo filosóficamente, emocionalmente, socialmente, etc. Hablarlo, en las calles, en las plazas, en los colegios y universidades, en las oficinas y mercados, con los amigos o familiares, discutirlo bien y desmenuzarlo; después de todo, es nuestro tema más importante, porque como nos resume Camus (1942), «no hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio», así que todo lo que hay, viene después de eso.
porque la lucha es también interna, y no se ha perdido. Q.E.P.D.