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Era una mesa larga que podía disponerse para veinte personas con facilidad, sin embargo, nada figuraba en su lisa superficie blanca, ni...

Era una mesa larga que podía disponerse para veinte personas con facilidad, sin embargo, nada figuraba en su lisa superficie blanca, ni siquiera la bondad de una vela la iluminaba, solo un hombre taciturnamente se sentaba en el otro extremo, al cual podía ver solo por una luz tenue de tarde invernal, que entraba por las dos pequeñas ventanas de la habitación. No supe cómo me encontraba ahí, y por la cara inquisidora de mi acompañante su situación era igual. Vacilé en preguntar quién era, pero ese silencio me era tan cómodo que no quise fatigarme al perturbarlo, el hombre mantenía sus ojos fijos en mí, pero pareció a gusto con mi decisión.

No me alteré a pesar de toda la incertidumbre que me rodeaba, y puede decirse que estuve sosegado, como sumido en una calmada indiferencia. Encontré entretenimiento en estudiar la sala: como lo mencioné antes, había dos ventanas, muy pequeñas y abarrotadas en lo alto de la pared a mi izquierda, no era mucha la claridad que daban, pero sí la suficiente como para ver el rostro del infeliz hombre que compartía mi suerte, y que intentaba inquietarme con su mirada; la mesa era modesta y en su esquina derecha estaba algo estillada, al igual que en la otra esquina directamente a lo largo, de donde seguía mirándome el hombre; las sillas eran simples en todo sentido, eran cuatro, dos ocupadas, por obviedad, y las otras dos debajo de cada ventana.

Aunque el silencio hubiera permitido escuchar el suspiro de un gato, no escuché ninguno de mi acompañante, y, sin embargo, pude sentir su ansiedad. Su mirada era fija e inquietante, le sonreí para distender, al cabo sonrió, pero muy sarcásticamente. Vi cómo empuñó una de sus manos, y con la otra me apuntó, me señalaba y me sentí culpable. De repente soltó un juzgador «¡tú!», y en mi mente retumbó un «¡yo!». Después de eso se callaría, quizás para siempre. Pronto anochecería y la total obscuridad me dejaría a solas con la fe de mis certezas: dos ventanas sin salida, dos abolladuras hermanas, y un hombre que, no sé cómo, nunca pude ver sin que me viera.

 

Escrito por Jesus Daniel Alvear Villalba
Estudiante de Ingeniería Civil. Egresado del Simón Araujo. Apasionado por la literatura y la filosofía, en busca de la formación de unas nuevas bases sociales, más íntegras y nobles. Profile

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